8.7.25

Carta de Tánger (IV)

O de Tetuán, no sé. Gracias a las gestiones de Maribel Navarro, pudimos cumplir con un deseo de Y. que apoyé desde que lo propuso: visitar, sí, Tetuán, la ciudad donde nació su madre. Nos llevó Hassan en su taxi. Un hombre amable y encantador. Otro. 
Fuimos por la N2. El paisaje me recordaba al del sur de Cádiz. Campos de cultivo, colinas, un pequeño puerto de montaña con pinos... Vimos, ya llegando, muchos puestos de cerámica y cacharrería de barro (para cocinar cuscús y tajines) a pie de carretera.

La ubicación de Tetuán es impactante. Está al pie de las montañas de la cordillera del Rif. Es una ciudad blanca y mediterránea que no ha perdido la esencia de su pasado andalusí. Al lado del Cine Avenida, por el Ensanche, nos esperaba Nasser, nuestro guía, otro logro de Maribel. Al bajar del taxi lo primero que noté fue el viento fresco que soplaba, muy distinto al de Tánger. Menos mal porque eran las doce del mediodía y nos esperaba un largo recorrido por la Medina, la más auténtica y mejor conservada del país, declarada Patrimonio de la Humanidad. 
Con ser preciso y aportar datos históricos de interés, Nasser no era pesado y se adaptó bien a nuestras intenciones: ver en un par de horas lo que necesitaría de cuatro. Transitamos por los distintos barrios de los diferentes gremios, por callejuelas en sombra muy animadas donde, cada poco, encontrabas una mezquita o una zuia, un hamman o casas en las que los símbolos de sus puertas (una llave, por ejemplo) indicaban la procedencia de sus dueños: cordobeses, sevillanos, cayetanos, etc. En algunas, convertidas en riads, pudimos incluso entrar. También resultó curioso comprobar cómo el marco perimetral o taourik indica el número de pilares de la vivienda. 

Por estar situada encima de numerosos manantiales de agua (que nunca faltará), la distribución de ésta por la Medina, un sistema conocido como "Skondo", red tradicional que proveía a los habitantes y que era conocida como "el agua del país", "el agua de Dios", "el agua del estómago" o "el agua escondida", es otro de los grandes logros de la remota ingeniería tetuaní. Nasser abría una tapa, digamos, de registro, situada en el muro de la casa, y uno podía ver y tocar el agua que corría por allí fresca y limpia. 
Tras patear con asombro aquel mundo venido de otro muy lejano, cansados y sudorosos, pero también muy agradecidos, nos despedimos de Nasser, quien, con la amabilidad habitual, nos acompañó al restaurante que nos habían recomendado para comer. Declinó nuestra invitación de tomar algo con nosotros. Recogió el dinero acordado y se marchó. 
Sí, el restaurante no era otro que El Reducto, un nombre, según creo, sugerente y muy adecuado para una población con un pasado militar tan potente. En la web del riad se nos recuerda que durante un mes, fue el lugar de encuentro y descanso de actores y equipo de rodaje de la El tiempo entre costuras, una serie que todavía no he visto. 

Lo primero que hicimos fue pedir dos botella de Casablanca. La casa es preciosa, típicamente marroquí, que es tanto como decir muy andaluza. Patio, azulejos, claraboya... Aurora e Ignacio nos advirtieron que el mejor sitio para comer era la terraza. No nos atrevimos. Por el calor, a esa hora más intenso. Eso sí, después de dar buena cuenta de unos sabrosos boquerones, una delicada pastela de pollo, un suave tajín de cordero (nunca mejor) y una dulce mahalabia, subimos a la azotea. Por curiosidad. Lo que encontramos no estaba previsto. Nos arrepentimos de inmediato de no habernos sentado allí, a pesar de la temperatura y del viento. ¡Qué vistas! No nos cansábamos de mirar y de hacer fotografías mientras pensábamos, por ejemplo, en Vejer. 
Lo que vino después no fue menos emocionante. El Reducto está en la medina, sí, pero a su salida, digamos, muy cerca de la plaza El Mechouar, donde se levanta uno de los palacios reales, custodiado, ya se dijo, por policías y soldados armados. 
Como en Tánger, la animación de las calles era llamativa, a pesar de la hora. En rigor, da igual la que marque el reloj. Un hervidero de gente camina por ellas con diligencia a cualquiera. De noche, lo comprobamos cada día al regresar al hotel, se intensifica esa afluencia de personas que toman, literalmente, aceras, parques, tiendas, terrazas, etc. en busca de compras, bebidas (no alcohólicas), conversación o simplemente frescura. 
Allí mismo, el Teatro Español y el Instituto Cervantes. Por la Avenida, cómo no, de Mohamed VI (antes Generalísimo), fuimos paseando hasta la Place Moulay El Mehdi (antes Primo de Rivera). Por el Ensanche El ensanche español. Esa avenida es el eje del antiguo barrio español que conserva edificios hermosos que te trasladan inevitablemente a las ciudades españolas del sur. Ahí está, claro, en Casino Español. Y El Fénix, esto es, la antigua sede de la compañía de seguros La Unión y el Fénix Español, que se ve, a lo lejos, en la fotografía que ilustra este párrafo, reconocible por el escultórico emblema de la aseguradora. 

La visita, demasiado corta, nos dejó a los dos una alegre impresión de descubrimiento. ¡Pero cómo es posible que hayamos retrasado tantos años la visita! Y qué ganas de volver, con cualquier excusa. 
Hassan tuvo la genial idea de llevarnos de nuevo a Tánger por la costa. Otro hallazgo. Pudimos apreciar, mientras salíamos, el perfecto trazado urbano de Tetuán, que ha crecido, al menos por la parte que nosotros vimos, de forma ordenada y resultona. La limpieza ya nos llamó la atención en Tánger (no se ven papeles por las calles ni pisamos cacas de perro y eso que, como los gatos, abundan) y no era menos visible en Tetuán, Medina incluida. 
La carretera de la costa, una amplia autovía durante muchos kilómetros, estaba flanqueada por zonas ajardinadas de césped. Otra cosa que llamó nuestra atención en este viaje: abundan esas zonas verdes, también en la ciudad. A la salida de Tánger en dirección a Tetuán, pongo por caso, o al lado de los edificios de la Avenida de España, la de Mohamed VI, de los que hablé antes. 
De continuo, playas, hoteles, apartamentos, restaurantes, parques acuáticos... Nada distinto a lo que uno puede ver si transita por una carretera costeña de Málaga o Cádiz. De pronto, otro palacio real. Desde 1999, la principal residencia veraniega del monarca marroquí está en Tetuán, que cuenta con una mansión (ésta) en la cercana playa del Rincón. Antes, Cabo Negro. Después, Castillejos y Ceuta. Qué sorpresa cuando Hassan nos anunció que la ciudad que se veía en el horizonte era la española Ceuta. No esperaba uno verla. Pasamos justo al lado de la verja que sirve de frontera. Como en todo el país, la presencia de la policía y del ejército es constante. En cada rotonda de la autovía. La subida desde ese enclave sobrecoge y el paisaje torna montañoso. Ya de nuevo al nivel del mar, Alcazarseguir, Malabata... Y otra sorpresa: el nuevo puerto de Tánger, Tánger Med, el mayor de África. Qué dimensiones. Kilómetros y kilómetros. En él atracan y de él parten barcos de carga, la mayoría, ferrys (procedentes de Algeciras o con destino a esa localidad gaditana) y supongo que cruceros. Los catamaranes que vienen o van a Tarifa lo hacen desde Tánger Ville. 
Al entrar, aún en la periferia, Hassan nos mostró algunos hoteles de cinco estrellas y otros locales de lujo con suntuosas terrazas con vistas al mar. Desde las obras de una emergente construcción de la compañía Hilton contemplamos el atardecer, con la costa española al fondo. Se apreciaba entre la bruma la duna de Tarifa. Y el Peñón de Gibraltar, claro. 

Lo mejor de llegar a Tánger desde Malabata es que entras directamente por la Corniche. Son famosas la de la Riviera francesa, en la Costa Azul, pero yo me refiero, más que a las carreteras que recorren el litoral, a los paseos marítimos así denominados habitualmente. La de Alejandría, por ejemplo, tan bien contada por André Aciman. José Carlos Llop ha escrito sobre la de Beirut. La corniche Kennedy está en Marsella. Y las hay en Orán o en Argel. Algo muy mediterráneo, ya se ve. 
La tangerina, que recorre la Avenida Mohamed VI termina en el viejo puerto, justo donde se encuentran los edificios que mencioné al principio y el Continental, donde en un viaje anterior, con el hotel aún abierto, degustamos A., Y. y yo, un cuscús delicioso. Le pedí a Hassan que nos llevara hasta allí antes de dejarnos en el hotel. Quedamos en volver a vernos. Otro tanjawi excepcional. 
Tras la ducha y un rato de lectura y descanso en el cuarto, optamos por estirar las piernas. Nos acercamos de nuevo al Zoco. Al lado del París nos encontramos con Rocío Rojas-Marcos, la profesora sevillana, una de las personas que más saben de Tánger y de su literatura. Tenía al día siguiente una mesa redonda sobre ese asunto. Nos disculpamos por no poder asistir.
La ciudad estaba animadísima. Con todo, nos retiramos al hotel y cenamos de nuevo en el jardín y escuchamos por última vez (al menos de momento) la música en directo. Fue el día en que los alumnos de una escuela amenizaron la velada. Con solvencia. Los padres y las madres, embobados. Pedimos pez espada, un pescado más del gusto de Y. que del mío, pero que merece la pena comer allí. Tardaron más de una hora en servirlo y es que aquello estaba hasta arriba de gente. Turistas y locales, personas de todas las nacionalidades. Si algo tiene ese hotel con pretérito encanto es su cosmopolitismo, inherente al espíritu de ese lugar llamado Tánger. 
El último día elegimos el bufé del Chellah para desayunar. A las once llegaría el taxi. Eché de menos al Katerinas. Eso sí, animé a Y. a que saludara al periodista Javier Valenzuela, al que reconocí cuando entró en el comedor. Ella ha leído sus libros tangerinos. Estuvo la mar de simpático y nos estuvo contando algunos males físicos que le aquejan. De espalda, como nos ocurre a casi todos cuando alcanzamos cierta edad y nuestro trabajo se ha desarrollado encima de una silla. 
El taxista que nos acercó al puerto nos explicó en cuatro frases la posición de los tanjawis con respecto a la política nacional e internacional. Están contentos con el rey (no con su padre, un tirano que detestaba la ciudad) y sus planteamientos económicos, se sienten proeuropeos (a diferencia del resto de Marruecos) y ven natural que haya buenas relaciones con España (no entramos en detalles, como el cambio de posición respecto al Sahara de Sánchez).
Por la cantidad de grúas, los proyectos en marcha (hoteles, edificios, marinas, etc.) y la cantidad de habitantes (que no deja de subir), Tánger está camino de convertirse, si no lo ha hecho ya, en una potente ciudad turística de primera categoría. No es lo que a nosotros nos gusta, pero... Siempre quedará, aunque quién sabe, el Zoco y la Kasbah, también ese centro histórico que resiste al inexorable, peligroso paso del tiempo. Donde Y. sigue reconociéndose y uno admirándose. 

La travesía, corta y con un mar en calma, animada por la vista de los imponentes buques que cruzan el Estrecho, fue placentera. Antes, estuvimos retenidos un rato largo porque, a pesar de mi insistencia, el empleado de Baleària sólo chequeó uno de los billetes. Ya en Tarifa, la cosa fue a peor. Detrás de mí, en la aduana, en la cola de la ventanilla de pasaportes, un andaluz (por el acento) alto y con sombrero de ala ancha hablaba a voces por el móvil. Un policía español le hacía gestos para que cortara. Ni caso. Hasta que le dijo, también a voces, que lo dejara, que no estaba permitido hablar por teléfono en esa zona. "¿Por qué?, ¿dónde lo pone?", inquirió el pasajero de mala manera. "Porque lo digo yo", respondió más airado el policía. Al final, broca mediante, se lo llevó a una sala contigua con la intención de denunciarlo. No acabó ahí al historia. Delante de mí, un par de guardias civiles encontraron en la mochila de un muchacho joven... ¡una pistola! De las del Oeste. Un revólver, tal vez, no sé. Él aseguró que era una réplica. Ellos respondieron que cómo podía demostrarlo. Le pidieron que abriera el tambor de las balas. No se puede abrir, es falso, alegó el otro. Lo que les sacó de quicio es que el muchacho asegurara que pasó a Tánger el arma (adquirida en Granada) y nadie le comentó nada. Los guardias civiles no daban crédito. Allí los dejamos, entre discusiones y pesquisas. 
A pesar de que era tarde, nos propusimos ir hasta Conil para comer. Y eso hicimos. Disfrutamos en la Fontanilla de unas gambitas, unas tortillitas de camarones y ese arroz que allí preparan y que tantas veces saboreamos durante nuestra estancias veraniegas conileñas. Más que la comida, lo que Y. buscaba era un baño en la playa, lo que hizo mientras uno tomaba un descafeinado solo con hielo. 
Nos quedaba un largo viaje por delante. Pesado, sí. Por culpa de las obras del sevillano puente del Quinto Centenario (implicadas al parecer en las mordidas de Ábalos y Cía.) o por la afluencia de camiones o, sencillamente, por el calor, a pesar del climatizador del coche. Sólo paramos en Las Pajanosas. El resto lo hicimos del tirón. Que la DGT nos perdone. 

Cierro, en fin, esta crónica con una cita de José Luis Cancho, de su diario El murmullo de los otros, que me leo estos días. Dice: "Mientras viajo siempre pienso que acabaré encontrando un sentido nuevo a mi vida. Pero no tardo en darme cuenta que cualquier viaje que realizo sólo me sirve para confirmar el valor de mis hábitos más arraigados: permanecer quieto y en silencio durante horas, leer, escribir algunas notas, pasear solo bajo los árboles o junto al mar... En mi imaginación, siempre me estoy yendo, pero en realidad solo camino en círculos, volviendo una y otra vez al punto de partida". Puede ser. Cancho, que se confiesa aquejado de cititis, síndrome o enfermedad descrita por el extremeño José Antonio Llera como "la manía que tienen algunos escritores de abusar de las citas", copia una de Maurice Blanchot que me parece muy apropiada para justificar lo relatado y responder a mis dudas iniciales: "El interés del diario reside en su insignificancia. Escribir cada día para recordarlo. Cada día nos dice algo. Cada día anotado es un día preservado". Y añade: "Escribimos para salvar nuestro pequeño yo aireándolo, escribimos para no perdernos en la pobreza de los días, para estar a salvo de la esterilidad". Es posible. 

7.7.25

Carta de Tánger (III)

Ya en nuestro tercer día tangerino, fuimos al Cervantes. Allí habíamos quedado con Maribel Navarro para que nos enseñara el centro (que fue residencia de estudiantes, donde ella estuvo alojada cuando estudiaba bachillerato en el "Severo Ochoa") y, en especial, la biblioteca, la segunda mejor dotada de la red cervantina, la que lleva el nombre, pertinente a buen seguro, de Juan Goytisolo. En ausencia de la bibliotecaria, que había viajado a Granada para una reunión de bibliotecarios de los Cervantes, nos enseñó ella las distintas salas. Como curiosidad, localizamos en uno de los tomos encuadernados del diario tangerino España (fundado por Gregorio Corrochano y que llegó a dirigir el periodista Eduardo Haro Tecglen) el ejemplar del día de su nacimiento, donde curioseamos lo que ocurrió aquel 27 de febrero y donde pudimos constatar, ay, que el mundo ha cambiado poco: era noticia el enfrentamiento entre palestinos e israelíes. Antes de irnos tuvimos ocasión de tomar un té con Juanvi Piqueras y charlar siquiera un rato con él en su despacho. 

Después de volver al hotel para darnos un chapuzón (estuvimos media hora intentando tomar un taxi bajo un sol de justicia atendiendo a las particulares normas que rigen en esa ciudad donde te puedes eternizar procurando subir a uno, ya sea grande o pequeño, beige o azul, ya sea compartido o no), nos acercamos a comer al italiano de la esquina, entre Lafayette y Prince Héritier, Anna e Paolo, muy recomendado, y con motivo. Alrededor, españoles. 

La tarde se nos fue entre lecturas (me llevé dos libros: Creo que el sol nos sigue, unos diarios del poeta y crítico Juan Marqués, que disfruté muchísimo, y el último de poemas de Juan Bonilla: Los días heterónomos, muy convincente también, y me traje uno: A faia de Ponto. Le roi de la Galice, con poemas de Alba Cid) y paseos. A las seis y media tomamos un taxi para ir a la kasbah, en concreto al Espacio Cultural y Artístico Riad Sultan. Allí arriba soplaba un aire fresco. La de la alcazaba es una zona bonita y animada, sobe todo a esa hora. Como rezaba la nota correspondiente "el Instituto Cervantes, en colaboración con la Embajada de España y con la Fundación Baleària, organiza la presentación del libro Matria (colección de poesía contemporánea española y marroquí). El libro propone una selección de poemas de 16 poetas. Los cuadernos han sido entregados mensualmente a lo largo de 2024 a bordo de los barcos de Baleària que navegan por el Mar de Alborán y el Estrecho de Gibraltar, así como en centros educativos españoles de diversas ciudades marroquíes". 
El acto empezó con puntualidad. Con todas las butacas ocupadas, o casi. Piqueras actuó de mantenedor y fue presentando a los distintos intervinientes: el alcalde Tánger, los consejeros de Cultura y Educación de la Embajada de España en Marruecos, José Sarria, de la Asociación de Amistad Andaluza Marroquí–Foro Ibn Rushd, y el presidente de la Fundación Baleària. Luego tomaron la palabra, las poetas marroquíes Fadma Farras y Dalila Fakhri y las españolas Àngels Gregori y Raquel Lanseros. Los poemas de las dos primeras fueron leídos en su traducción al español por dos alumnas del Instituto Español "Severo Ochoa" de Tánger, que lo hicieron estupendamente. Los de Gregori (que me gustaron mucho), escritos en valenciano, fueron traducidos y leídos (además) por Piqueras. Lanseros leyó los suyos en español, sí, pero incomprensiblemente (al menos para mí), se dirigió al público sólo en francés. Hasta el alcalde de Tánger dio su discurso en español y en árabe, lengua en la que también se dirigió al público el consejero de Cultura.

El concierto de Sheila Blanco, en torno a poemas musicados por ella de las poetas del 27, fue todo un éxito. Esa mujer tiene una voz espléndida y esos versos ganan en sus versiones, si no es incorrecto decir tal cosa. En todo caso, así lo creo
Blanco toca el piano con la profesionalidad de quien ha cursado estudios clásicos de ese instrumento. Como los de canto, en el Conservatorio de Música de su ciudad natal. En la Ponti se licenció, además, en Comunicación Audiovisual.
Salimos (dentro hacía calor), nos despedimos (de Aurora e Ignacio, con quienes nos hicimos una foto para los amigos suizos) y, ya fuerapuertas, compartimos taxi con el amable dueño de un bazar de Larache, enamorado, como tantos árabes del norte de Marruecos, de la cultura española y que había venido ex profeso para asistir al espectáculo. Le dejamos en casa de su hija (pagamos con gusto su carrera) y seguimos viaje hasta el hotel. 
Me sorprendió mucho ver el gentío que poblaba los parques y terrazas de El Marshan, un barrio residencial y tranquilo próximo al palacio del que toma el nombre, esto es, el Palacio Real (como todos los del Reino de Marruecos, siempre en perfecto estado de revista por si el rey se presenta de improviso) y de la Gran Mezquita.

4.7.25

Carta de Tánger (II)

Salvo el último día, desayunamos en la cafetería Katerinas, en Rue Lafayette, a la vuelta del hotel, que está en Rue Allal Ben Abdellah. Y. tomaba café con leche en vaso y una tostada con tomate, aceite y ajo. Uno, té de menta y tortilla francesa. Además, por sistema (como en todos los locales), unas aceitunas verdes y negras aliñadas y una botellita de agua fría. No hizo falta repetir nunca la comanda: el camarero la retuvo desde el primer día. 
Me encantan los cafés tangerinos, sus cómodas terrazas donde los hombres (rara vez mujeres) ven pasar el tiempo sentados pacientemente durante horas; solos o charlando entre ellos; trabajando incluso, móvil mediante.
Nos atrevimos a ir a la medina. Al zoco, dice Y. Paseamos hasta la Plaza 9 de abril (para ella, todavía la de España). Despacio. Observándolo todo. La Pensión Villa Caruso, por ejemplo, y otras casas que vuelven del pasado. Los exuberantes jardines cerrados, pasto del abandono y del olvido. Los edificios racionalistas que aún conservan su fría elegancia a pesar de las mellas de la desidia. 
Nos detuvimos en la casa donde nació Y., en la calle Libertad (Rue Liberté), justo al lado de la citada plaza, la de la puerta Bab el Fahs. Una calle, por cierto tan larga como céntrica, la que va desde la Place de France hasta el Zoco Grande (a medio trayecto, el hotel Minzah); una plaza que enlaza el famoso Boulevard Pasteur (donde está la Librairie des Colonnes) y la Avenue Belgique (donde está la Galería del Cervantes). En su tramo final, que desemboca en esa plaza que hace referencia a la visita, en 1947, de Mohamed V, donde está el Cinéma Rif, esto es, la Cinémathèque de Tánger, huele intensamente a especias. Las que venden en grandes locales abiertos (y hierbas, perfumes, cremas, etc.), como el turístico Palace Herbal. 
A pesar de ir por la sombra y de nuestro paso lento, pronto el calor, intenso y húmedo, hizo mella y, tras callejear durante más de dos hora y adquirir, como cualquier turista, unos imanes para los frigoríficos de madres e hijos y unas cajas de té, que compramos en un bakalito (en casa de mi suegra se consume té verde o moruno a diario, como he contado alguna vez, un rito que queda reflejado en el libro que antes cité), salimos agotados del laberinto. A nuestro pesar, es cierto. Hicimos escala en La Española. A ella hace mención Ángel Vázquez, el autor de La vida perra de Juantita Narboni: "de paso me pediste que te trajera de La Española una docena de bizcochitos de plantilla". Aunque los cisnes de merengue, una especie de magdalena de Proust para Y., ya no existan, pudimos degustar sendos tés y aliviar (en mi caso) el sudor (la camisa, empapada) y ese cansancio que los de tierra adentra sentimos cuando la humedad nos ataca sin compasión, de manera inclemente, en las ciudades costeras. Después, el baño en la piscina del hotel fue reconfortante. Qué maravilla. Un sencillo chapuzón, dos brazadas, otras tantas inmersiones y como nuevo. 

A las dos y media habíamos quedado para comer en el Consulado de España en Tánger. Invitados por la cónsul, Aurora Díaz-Rato, y su marido, Ignacio. Nos conocimos en Suiza, donde ella fue embajadora de España (en Berna) y más tarde representante permanente de nuestro país ante la Oficina de las Naciones Unidas (en Ginebra), en casa que nuestros amigos Jorge y Christophe tienen en Grandson. 
La sede del consulado es espectacular. Una hermosa villa rodeada de árboles y jardines que se compró a un potentado inglés en 1929, si no me equivoco. Mejor que la casa, con estancias palaciegas y una decoración a la altura, fue la conversación, alejada de cualquier atisbo de artificio diplomático. La vida y sus alegres y amargas circunstancias acapararon el grueso de la charla. Con unos anfitriones, eso sí, fuera de lo común. 
Sirvieron la comida (salmorejo, cuscús de pollo y helado de limón) en una bonita galería de madera pintada en tono azul que daba a la piscina y a la parte trasera de la mansión, donde se enseñoreaban unas altísimas palmeras dignas de un enclave africano. 
El consulado está en el barrio de San Francisco (donde Gaudí llegó a diseñar una iglesia) o de Iberia (por un anuncio que estuvo durante años en lo alto de un edificio de la Plaza Koweit). Allí se levanta la catedral, el Hospital Español y los centros educativos "Severo Ochoa" y "Ramón y Cajal", muy cerca de la Mezquita Mohamed V.

Acordamos reunirnos a las seis en la puerta del hotel para ir caminando hasta la Galería del Cervantes, enfrente del consulado de Francia, a dos pasos del omnipresente Gran Café de París. El aire acondicionado nos recibió a todo trapo. Menos mal. Fui cargado desde Plasencia con una americana azul marino que no llegué a ponerme. Cuando pegunté a la cónsul por el protocolo al respecto, me dijo tajante que nadie esperaba que la llevase puesta y que no era necesaria si no quería deshidratarme apropiadamente vestido. Me acordé de cómo mi abuela Feli le afeaba a mi padre, un año tras otro, que no se pusiera una chaqueta, como el resto, para acudir (como miembro de la asociación de padres) a la fiesta de fin de curso de mi colegio que se celebraban en el Teatro Alkázar. Por una vez, padre, el polo bastó. 
La sala acogía, qué suerte, la muestra “Estampas marroquíes (1903-1927)”, del pintor, ilustrador y grafista Mariano Bertuchi Nieto (1884–1955); un clásico, sin duda. 
El acto se desarrollo con la sala llena y sin aspavientos. Quiero decir que el director del Cervantes nos fue presentando con sustanciosa brevedad y que fuimos leyendo nuestros poemas por orden alfabético. Se nos dijo que enviáramos cinco. Claro que no todos escribimos poemas líricos y cortos. Los de uno, por ejemplo, ocupaban apenas tres páginas del pulcro y cuidado cuadernillo (con calidad tipográfica e impreso en un papel digno) que se editó para la ocasión. No es el caso de Alba Cid, que compone poemas extensos y narrativos, lo que el irónico Biel Mesquida no se olvidó de comentar a la gallega en cuanto tuvimos en las manos un ejemplar. Medio cuadernillo, vino a decir con la debida gracia, era suyo. Nos reímos los tres. Ella leyó primero. Y muy bien.
Las lecturas de Dalila Fakhri (una joven alta y guapa tocada con hiyab) y Fadma Farras (baja de altura y vivaracha) cautivaron a todos. La primera escribe en árabe y la segunda en amazig o bereber. El alfabeto tifinag de esa lengua impresiona. Como la recitación, puro canto, de los versos de Farras. Y con qué salero los dijo. Aunque Mesquida criticó que leyéramos las traducciones mientras leían las poetas (lo mencionó antes de recitar los suyos en catalán), para no perder la musicalidad de los versos, resultaba muy chocante confrontar lo que oíamos con lo que leíamos, poemas de un alto contenido feminista, algo que no encajaba con la tradición de esa cultura nómada y milenaria. O eso creía uno. 
Mesquida, que tiene una voz grave y profunda, advirtió también al comenzar su lectura que no le gustaba que la gente aplaudiera después de cada poema. Con aplausos o sin ellos, volvió a demostrar que la suya es una poesía genuina, que impone su ritmo con independencia de que se sepa catalán o no. 

Aziz Tazi, hispanista, profesor en la Universidad de Fez pero formado en la de Valladolid, escribe en español, así que no fui el único en usar la lengua universal que justifica la existencia del Instituto Cervantes. A ser el último estoy acostumbrado desde la infancia (como dedujo Piqueras). Procedí a leer los cinco poemitas que envié en su día y, por aquello de la brevedad y para compensar, añadí uno más, éste un poco más largo. Todos, como expliqué al principio de Más allá, Tánger. Era lo lógico, ya que estaba en la ciudad que inspiró ese libro. Confieso que en algún momento se me quebró la voz, emocionado al evocar pasajes de la vida en ese lugar de mi mujer y de su madre, ellas sí, tanjawis, de adopción o de nacimiento. 
Puso la guinda Sheila Blanco que interpretó a capela un par de canciones preciosas. Mejor cierre, imposible. Con todo, aquello duró lo justo: una hora. Nada más peligroso que una melopea liricoide. 
No sin saludar a algunos asistentes (la cónsul y su marido, unas poetas malagueñas, un poeta sevillano que vive allí y me recordó que una vez me envió un libro publicado por él en Renacimiento del que no hablé, etc.), nos retiramos a cenar. Todos quedamos en vernos al día siguiente. En la presentación de Matria y en el consiguiente recital, ahora con piano incluido, de Blanco. 
Para no variar, cenamos en el jardín del Chellah. En casa, como quien dice. Y pescado, como es natural. En esta ocasión, éramos veintitantos. Sí, tocamos a poco. Se sumaron, con respecto a la noche anterior, directivos de la Fundación Baleària, con su presidente, Ricard Pérez, al frente. Tampoco faltó una persona fundamental en esta historia: Maribel Navarro, alma del Instituto y su coordinadora de Cultura, natural de Larache, a la que ya habíamos saludado en la Galería. Y también, si no recuerdo mal, la jefa de estudios: Asunción Pastor. 
Y. y yo hablamos con los más cercanos. Otra vez estábamos sentados en una esquina. Es lo que tienen las mesas largas. Junto al profesor Tazi, que se retiró pronto, a quien nos encontramos al día siguiente desayunando en el cafetín habitual.

2.7.25

Carta de Tánger (I)

Comentaba hace unos días con un amigo si este afán por relatar los pequeños viajes que uno emprende no sería fruto del complejo provinciano de quien apenas sale de este angosto rincón amurallado. Me tranquilizaba a mí mismo añadiendo que estaba seguro de que, al hacerlo, no pretendía presumir o epatar. No va en mi naturaleza. O con mi carácter. Y, además, ¿de qué iba a jactarme? Cualquiera de mi pueblo ha viajado al Japón, ha visto las pirámides de Egipto o ha navegado por los fiordos noruegos. Lo cierto es que quienes me conocen y hasta me leen, los que siguen este blog que cumplió hace un par de meses veinte años, al enterarse, tal vez esperaban, porque olvido (y escribo), esta crónica del último que he realizado, tan breve y cercano como todos, pero de regreso a un lugar muy importante para mí. Para nosotros, mejor, pues, según costumbre, no fui solo, sino acompañado de Y. Volver a Tánger siempre es motivo de felicidad en esta casa. Siquiera sea porque, sobre todo para Y., aquella es también, de manera simbólica (no hay propiedad, qué más quisiéramos) la nuestra. A qué negar que la invitación de Juanvi Piqueras, director del Instituto Cervantes tangerino, para participar en el primer Festival de Poesía del Mediterráneome alegró. No por aquello de que fuera la primera vez que me invitaban a un festival (debía ser el único autor español de libros de poesía que no había sido invitado a alguno). No, nunca los he echado de menos. Me temo que la poesía, tan discreta cuando es verdadera, brilla en ellos por su ausencia. No, lo sustancial era volver a esa playa de África, que diría Morábito. Y que, de paso, pudiera leer en la ciudad que los inspiró algunos versos de Más allá, Tánger. A ver si el director del Cervantes de Sofía me deja hacer lo propio en la capital de Bulgaria (de donde acaba de regresar el poeta Basilio Sánchez) con los poemas de Sobre el azar del mapa. Me haría ilusión, no lo niego. 

Después de darle algunas vueltas, optamos por bajar hasta Tarifa en coche y tomar desde allí el ferry hasta Tánger en vez de ir a Barajas y pillar un avión. Todo lo que sea evitar un aeropuerto... El viaje es largo, el tráfico denso, el sevillano puente del V Centenario costoso de franquear por culpa de las obras, el firme de la autovía, desde Jerez hasta Algeciras, peligroso, la travesía de Algeciras, más obras, delirante y el resto, hasta el puerto de Tarifa, un trayecto en caravana que sólo se soporta gracias a las vistas, pero... Al llegar a ese destino, con la hora demasiado ajustada, no dábamos con el aparcamiento. Una vez localizado, tocó recorrer a toda prisa el centro de la ciudad fronteriza, maletas en mano, hasta llegar a la terminal y, papeleo mediante, lograr subir al barco. Diez minutos antes de la hora prevista para su partida. 
Soplaba el levante, lo habitual, y aunque el mar estaba por eso algo picado, no llegué a marearme. Con mi facilidad para el trastorno, raro. Lo peor: la larga cola para sellar el pasaporte en la aduana del catamarán de Baleària (antes, Balearia). 
Ya escribí en un poema del libro que he mencionado antes que Como a Venecia, Valparaíso o Estambul, / sólo hay un modo de llegar a Tánger. Me refería, claro, a hacerlo en barco. Esta vez a un puerto distinto del viejo, pero muy próximo a aquél. Nos esperaba un taxista que nos trasladó rápidamente al hotel. Por el tráfico, a los dos nos pareció que estábamos en Nápoles. Puro caos. Ordenado, eso sí, valga la paradoja. Quiero decir que coches y personas terminan desenvolviéndose en él con cierta seguridad, aunque parezca todo lo contrario. 
Lo primero que vi, o en lo primero que me fijé, fue esa línea de casas de principios del XX que aún destacan, con su elegante y blanca sobriedad, en la Avenida de España (ahora de Mohamed VI), las que siguen al edificio (ahora cerrado o en reforma) del Hotel Continental. Me encanta contemplarlas. Y ya que lo menciono, cómo no evocar la figura de Paul Bowles, un cliente de ese mítico hotel donde Bertolucci ambientó escenas de la película El cielo protector.

El Chellah vivió tiempos mejores. Y peores, cabe añadir. Como dijo Y., a modo de resumen, se trata de un hotel muy tangerino. Tan decadente como esta ajada ciudad, que es lo que cuenta. El cuarto no era lujoso, pero estaba limpio. Nos dieron una habitación de las reformadas, según nos explicaron en recepción. No quisimos imaginar cómo eran las antiguas. El aire acondicionado funcionaba, y no era poco. Sí, el calor húmedo, excesivo para un mes de junio en Tánger, impedía los movimientos y ha sido el único obstáculo: pasear, por ejemplo, era una temeridad, más para quienes sudamos en exceso. 
Llegamos muy tarde; sin embargo, la cocina estaba abierta. Hasta la una de la madrugada, nos dijeron. Eran las cuatro de la tarde hora local, una más en España. Disfrutamos en la terraza del jardín (un espléndido oasis dentro de Tánger) de una ensalada y unos calamares que no desmerecerían en ningún chiringuito de la costa andaluza. La fritura, perfecta. Tras un rato de descanso en el cuarto, bajamos a la piscina. En vano, cerraba a las seis de la tarde. Después, al atardecer, nos atrevimos a dar un largo paseo por los alrededores del hotel. Por el Tánger de toda la vida, donde las múltiples reformas y añadidos no han llegado aún. Ni las obras del acerado. Ni las grúas de las nuevas construcciones: edificios, hoteles. La ciudad ya alcanza el millón de habitantes. Pronto desaparecerá salvo por la medina, los zocos y la kasbah la que tantos hemos mitificado. 
En un bakalito nos hicimos con gel de avena para la ducha de la marca Instituto Español. 
Habíamos quedado con Piqueras en el citado jardín para la cena. A él lo conoce uno desde hace mil años, cuando era novio de una placentina y se me acercó en la segunda planta de la desaparecida librería Cervantes para presentarse. Estuve en el Palace el día que le entregaron el premio Loewe. Cantó Aute. Cuando llegamos, ya estaban sentados en una mesa larga Alba Cid, Biel Mesquida, Àngels Gregori (que nos había saludado a su llegada, en recepción, comisaria, a la sazón, de este Festival con sede, además de en Tánger, en El Cairo, Alejandría, Atenas y Ammán), la becaria Diana Carolina Gómez (que se ocupó solventemente de las necesarias labores de intendencia: alojamiento, billetes, etc.), Sheila Blanco y Juan, su novio y representante, la madre de éste y no sé si alguien más (perdón). Pedimos pescados y pagamos a escote. Esa fue la primera de cinco noches en que disfrutamos de ese lugar donde el dueño del hotel, su hijo y un grupo musical interpreta en directo jazz, boleros... Bueno, a veces suben al escenario artistas invitados, como la propia Sheila y, el último día, alumnos de una escuela de música. 
La parrilla (para el pescado fresco) y una temperatura suave hacen el resto. Y, añado, unos camareros (casi un ejército) muy profesionales y amables. La amabilidad, por cierto, ha sido una de las grandes alegrías del viaje: todo el mundo (taxistas, vendedores, empleados...) y, por supuesto, cualquiera al que te encontraras, actuaban con una cordialidad exquisita. Natural, diría. Si, además, se daban cuenta de nuestra condición de españoles o Y. les comentaba que era tangerina de nacimiento (tanjawi, como dicen ellos, el título de una suerte de memorias de Wenceslao-Carlos Lozano, que quiero leer), ya... 
En ese jardín y esa noche pude saludar personalmente de Alberto Gómez Font, un barcelonés muy tangerino que me consiguió hace poco el número de la revista Sures dedicado al hotel Minzah. 
También esa noche descubrimos la cerveza Casablanca (marroquí, por supuesto), que no dejó de acompañarnos el resto del viaje. 
Dio tiempo a que Àngels Gregori nos contara su desagradable peripecia en la Fundación Francisco Brines (ella es también de Oliva, donde tenía su casa el poeta, sede de la misma, que dirigió cuando fue creada) y a cambio nosotros le contamos nuestra relación con un autor que no he dejado de admirar, con una obra esencial para mi poesía y, en consecuencia, para mi vida. Y hasta jugamos. Piqueras propuso que cada uno recomendara una lectura reciente y la defendiera. Uno eligió Las sílabas del cielo, de otro salmantino: Víctor Herrero. 

6.6.25

Dos reseñas recuperadas

Estas dos breves reseñas fueron escritas para que se publicaran en El Cultural. El tiempo ha ido pasando y... Ya sabemos que en los suplementos estas cosas pasan. Me duele, pero... Lo que no podía evitar era que aparecieran, siquiera aquí. 

DE NINGÚN SITIO A NINGUNA PARTE

La de Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) es una de las huidas más apasionantes de nuestra literatura. “Siempre en fuga”. Sin remedio, por destino (para tipos como él debió acuñarse el término “animal literario”), empezó esa escapada como poeta, lo que nunca ha dejado de ser: ni en sus poemas, ni en sus dietarios y crónicas, ni en sus novelas, ni en sus ensayos.
En 2000 reunió su poesía (édita e inédita) en La marca del cuadrante (Poesía 1979-1998), libro de libros al que han seguido Fingimientos y desarraigosEl piano de Hölderlin y Espuelas para qué os quiero, todos en Pamiela.
Recuerda el prologuista sus versos: “Escribir de una vez por todas una verdad, / una sola”. Por caro que cueste, como refleja la leyenda de este hombre rebelde, ajeno a modas, capillas y compadreos (léase “Manuel de instrucciones” o “En recuerdo de Léo Ferré”).
“Somos siempre nosotros la materia más genuina de los libros que escribimos”, dijo una vez, y eso se constata al leer esta poesía escrita “con verdad”. La lógica de un viajero a lo lejano (“y donde ser por fuerza un extranjero”) y de un paseante por lo cercano: montes y bosques del Valle de Baztán, el interior de la Ciudadela… “En el camino”. De un emboscado solitario ―un outsider― sin casa (de la vida) ni patria (“ser de ninguna parte”, como su Juan Sin Tierra, porque “No hay sino errancia”), aunque en búsqueda permanente, al que acompañan personajes interpuestos tan atrabiliarios como él: vagamundos, navegantes, aventureros, jugadores, exiliados, traidores… Alguien pendiente de “las palabras perdidas” que darán forma a su mundo. La única ciudad habitable, su lugar más propio. El que representa a la perfección este puñado de poemas que conforman una suerte de inventario esencial de su obra. “El poema ese refugio para tiempos oscuros”.
 
Geografía de la ventura (Antología)
Miguel Sánchez-Ostiz
Edición y prólogo de Alfredo Rodríguez
Bartleby Editores, Madrid, 2024. 171 páginas. 15,00 €


MEMORIA DE LA MELANCOLÍA

De García Alonso (Pombriego, León, 1962) conocíamos su ópera prima Formas de seguir abrazando (publicado en Plasencia por Alcancía en 2016) y algunos poemas sueltos en antologías y revistas. Residió durante unos años en Extremadura y su vinculación a esa región ha hecho posible que la Editora Regional, que cumple 40 años, incluya este libro en su acreditado catálogo. En una edición preciosa, por cierto. 
Digamos cuanto antes que se trata de un libro logrado. Del fruto, diría, de una vida. O eso parece. “A fuerza de rodar la piedra es redonda / la vida”, dice citando al portugués Faria. Y que “lo que antes mirabas ya no existe”, un verso de Campos Pámpano. Tras el “El equipaje” (la madre), a modo de preludio, “El tiempo”, “La palabra”, “Fracturas” y “El paisaje gastado”, secciones en que se divide la obra, más una coda. 
En la primera, la memoria: de otras edades y ciudades (“Habitamos arquitecturas del azar”). “Pasó con asombro la vida / y ya es domingo, su tarde / nocturna y agotada. / Un espacio vacío”. Pesa en todo el libro la melancolía. 
En la segunda, la propia poesía: “Bajo la niebla las palabras caminan / como peces sin memoria”. La pasión por nombrar. Una forma de ser. “Escribir / es el oficio de la angustia”, afirma. “Trabajo con palabras que suenan / a lugares olvidados”.
La tercera, los muertos. De la amistad o de la guerra: “Digo memoria y aparecen”. “Están ahí”. 
En la cuarta, los páramos erosionados de Babia. Allí –“perdidos, siempre de paso”–, junto a los antepasados, trata de “Traducir la luz”. En un paisaje hermoso “de tan frío”. 
Termina con la “memoria del viaje”: el que lleva a su familia y a él, hijo de la emigración, a otra parte. Con naturalidad, poesía verdadera.

José García Alonso
Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2024. 104 páginas. 10 €

3.6.25

La aventura infinita de lo simple

Hace apenas dos años que Víctor Herrero de Miguel (Salamanca, 1980), fraile franciscano, profesor de literatura bíblica y ensayista, se dio a conocer como poeta. En este corto periodo de tiempo ha publicado tres libros: La balanza, Lo que busca la abeja y Las sílabas del cielo. Esa proximidad intensifica la armonía de estas entregas que semejan partes de un mismo libro.
En plena coherencia con su credo religioso (esto es, moral), escribe una poesía cercana, clara y directa. De la humildad y la sencillez. Leve, diría. Franciscana, por encima de todo. De la pobreza, en su más noble y alto sentido: “Vivir es aprender a despojarse / […] / y lentamente hacer /refugio luminoso la intemperie”. Se inspira en la vida corriente. “Es bueno someterse a lo real”, recuerda. Canta con naturalidad “la aventura infinita de lo simple”, “el encanto sencillo de la vida”. Con amor: “Amar es caminar sobre las aguas”. “Vuestro es el mundo: amad”. A todas las criaturas, humanas o no. Los pájaros, por ejemplo, tan nombrados (de nuevo Francesco): estorninos, jilgueros, zorzales, vencejos, alondras… Y las plantas y flores: un jardín son tres macetas y él, “feliz con las manos en la tierra”.
Amor también a la madre, “esa luz compasiva”, a cuya enfermedad y muerte dedicó por entero La balanza y aquí varios poemas emocionantes: “Y tus ojos”, “En esos días”, “Más días”…
Compone cada uno (ese “don”) con las palabras justas. Es “el que calla y contempla”. Quien “mira todo despacio”. Y espera. “Cuando hablo sólo quiero / que quien me escuche sienta / la música temblando en la materia”.
“Qué extraña plenitud haber nacido”, proclama quien parece empeñado en levantar “un himno vertical a la alegría”. Porque, y cita a Simone Weil, “Es preciso haber tenido con el gozo la revelación de la realidad para encontrar la realidad en el sufrimiento.”
Su poesía bien podría ser “la claridad abriéndose camino / y delicadamente conquistando / el reino de las sombras”. Una bendición.

Víctor Herrero de Miguel
Pre-Textos, Valencia, 2025. 72 páginas. 14 €



















NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

Pruebas de vida

Amalia Bautista (Madrid, 1962) ha publicado los libros Cárcel de amorCuéntamelo otra vezHilos de sedaEstoy ausentePecados (con Alberto Porlán), Roto Madrid (con fotografías de José del Río Mons), Falsa pimienta y Azul el agua. Reunió su poesía en Tres deseos. A esta relación habría que sumar varias antologías. Además, hay ediciones de sus obras en México y Portugal. Es autora de Floricela, un libro de poesía infantil.
Tras el cierre de Libros Canto y Cuento, el poeta jerezano José Mateos ha puesto en marcha, junto a dos amigos, otra colección: la exquisita Pie de Página, que inaugura con este Invitación al viaje, un libro donde se agrupan poemas antiguos e inéditos. La selección es del citado editor y suya es la delicada viñeta de la cubierta.
Al releer, uno anota evidencias: la línea clara (al fondo, Luis Alberto de Cuenca, un maestro), la ironía y el sentido del humor, la dicción clásica y la métrica impecable que se mide con el ritmo envolvente de los endecasílabos, lo cotidiano (“Cuéntamelo otra vez”) y la realidad por encima del realismo (léase “Galatea”), los finales sorprendentes y paradójicos (“Una vida responsable”, “Las adelfas”), las hijas (“Los pies”, “Eco”), la sencillez y, por qué no, la humildad (“Flores Áster”), tan paradigmático.
Mateos se ha centrado en el amor, un tema recurrente: “Sobre el Cantar de los Cantares” (“Porque es fuerte el amor como la muerte”, y “como la vida”), “Invitación al viaje”, “El puente”, “Ida y vuelta”, etc. Un amor natural, diría, nada afectado, como esta poética. De la sensualidad: “Gula”.
No falta la angustia (“¿Hasta cuándo?”) y la soledad (“sentirse sola, sola, siempre sola”): “Pobre Amalia, / tan fría y racional en apariencia, / pero tan vulnerable corazón adentro”. Ni falta su poema más conocido, el emocionante “Al cabo”.

Amalia Bautista
Pie de Página, Jerez, 2025. 80 páginas. 17,00 €



 















NOTA: Este reseña se ha publicado en EL CULTURAL
 

29.5.25

En Hervás


Mañana, a las 18:00 horas, tendrá lugar en el Museo Pérez Comendador- Leroux de Hervás un "Conversatorio sobre el pasado y el porvenir de la Poesía Española": De eso hablaremos, aproximadamente, Manuel Neila (que acaba de publicar su poesía completa en la Editorial Renacimiento, verdadera excusa del encuentro), Miguel Losada y uno.
Además, el sábado a las 12:00 se presentará la antología Los últimos del Oeste. Poetas Extremeños del Siglo XXI (RIL editores España) con la intervención de Dionisio López, Urbano Pérez y Mario Martín Gijón.

27.5.25

Lecturas a lo breve (poesía)


El grueso de mis lecturas corresponde a la poesía. Me limitaré a citar los libros que he leído últimamente con más gusto. Sin orden de prelación, matizo.
Quizás le falte vuelo, pero no naturalidad y frescura, a Salto de fe, destacable ópera prima del madrileño de Móstoles (y del 94) Marcos Nogales, accésit del Premio Adonais en 2024. Poesía a pie de tierra, digamos. Sin florituras.
Príncipes y principios (La Isla de Siltolá), de Alberto Fadón, sin embargo, otra primera obra, acaso le sobre lo contrario: erudición y barroquismo. Por suerte esta literatura en grado sumo (donde no faltan guiños a sus dilectos, estudiados poetas del Siglo de Oro y a contemporáneos como Gil de Biedma) está entreverada de vivencias personales, amorosas las más (ay, Carla). Su lectura, sí, me ha resultado gozosa. Menos que a un poeta filólogo de la categoría, pongo por caso, de Rodrigo Olay, pero... Espera uno lo que venga de este salmantino del 97, ocurrente "poeta reaccionario", que ha elegido, entre otros, el magisterio de su paisano Juan Antonio González Iglesias. No en vano coordinó un libro sobre su poesía. 
Sigo con una tercera ópera prima: En ausencia de mí, de Francisco López Blanco (BajAmar Editores), un maduro extremeño del 64, que ha sorprendido a quienes lo conocemos de antiguo (por su vinculación con el Aula de Literatura "Jesús Delgado Valhondo" de Mérida, que dirigió durante una década, por ejemplo), pero no en su faceta poética. Poesía sin estridencias, cercana a lo que importa. 
Antonio Rivero Machina no es nuevo en este rincón. Ni en la poesía. Lo último es Hojas de laurel (Eris Ediciones), que une dos culturas: la del haiku japonés y la de la mitología griega. El resultado es sorprendente. Explica su proceder en una pertinente introducción que titula "El bonsái, el destello y un dios cualquiera", donde dice cosas tan atinadas como que "La tradición es también un paisaje" o que "Acaso en lo minúsculo se esconde el secreto callado en lo infinito". Lo que viene después, los haikus, distan de ser los que encontramos, por aquello de la moda, en cualquier parte. Tres ejemplos: "Morfeo" (Solo en la noche / lo nunca revelado / toma su forma), "Castalia" (Del agua clara / brota el suave murmullo / de lo que es cierto) y "Penélope" (De ti aprendimos / a destejar la calma / de los naufragios).
Durante un tiempo, lo confieso, creí que José Luna Borge era un heterónimo de José Luis García Martín. De eso hace mucho, es verdad. Su última entrega, El húsar melancólico me ha convencido. Poemas tan logrados como "Despedida" o el que da título al libro bastan para justificarlo. No falta un haiku, por cierto. 
Y por seguir con ellos, cómo he disfrutado con las codas, versión castellana del senryuu japonés, de Jesús Munárriz (donostiarra del 40, otro jovenzuelo, que acaba de publicar el primer tomo de su poesía incompleta), estrofa compuesta por tres versos de 5, 7 y 5 sílabas, que "a diferencia de los jaikus, no hablan «de lo que sucede aquí, ahora», como decía Bashô", según explica, junto a muchas cosas más, en su estupendo prólogo a Algunas codas (La Garúa/haiku). ¿Ejemplos? ¡No corras, vida, / que te estoy esperando! / dice la muerte. O: Si no se leen / a los viejos poemas / les sale moho. O, en fin: Por las rendijas / de lo civilizado, / lo natural. No falta el espíritu burlón que le caracteriza: ―¡Mira qué tetas! / ―Vistas dos, vistas todas. / ―Según se mire. Y: Unos la tienen / grande y otros pequeña/ (la inteligencia). Para terminar: ¡Día del Libro! / ¿Es que hay días sin libros? / No los conozco.
Leo a Marcos Ricardo Barnatán desde que yo era muy joven y él un aventajado novísimo procedente de Argentina. Me atraía su obra por su veta judía y por la filiación borgeana. Ritual  me ha traído de nuevo eso. Y más: París (la enfermedad: "Cahier Cochin") y Santander, la madre (en "Kadish", por ejemplo, tan emocionante), la religión ("Adonai", "Amar al converso"), las lecturas de Milosz, Borges, Kavafis, Hölderlin y otros autores, como queda reflejado en el hermoso "El jardín de las delicias"), la pintura (de Ciria, en concreto) y más que nada, la memoria familiar ("El doctor Néstor Gubitosi en bicicleta al muere", "Eclipse")... Este nuevo, breve libro lo ha escrito Barnatán a punto de cumplir los ochenta. No todo en la vejez, por suerte, es miserable, que diría su compañero de generación Luis Antonio de Villena. Pura delicatessen lírica.
Me da vergüenza reconocer que Lêdo Ivo era para mí, hasta ahora, un nombre que se repetía en boca de numerosos poetas (y en especial de uno), una figura inevitable en los saros líricos, pero a quien no me animaba a leer. Por extenso, quiero decir, que poemas suyos ya encontré en la vieja antología de poesía brasileña de Crespo. Aunque leo de todo y carezco de anteojeras poéticas, reconozco que su forma de decir no es precisamente de las que prefiero, por su exuberancia verbal, digamos, tan lejana de mi propensión a la contención y la sobriedad. Sin embargo, la antología que Martín López-Vega ha preparado para Visor, Los andamios del mundo, ha cambiado mi punto de vista. Ha ayudado el prólogo erudito (sin pedantería, sabio) de Juan Manuel Bonet, al que uno pensaba alejado del brasileño. Otro error. Si bien por momentos me apabulla un poco su discurso, he de reconocer lo que tantos han asumido: que en cualquier canon poético contemporáneo debería figurar la poesía del poeta brasileño muerto en Sevilla. 
Ocho poemas bastan para confirmar el mérito de la sevillana Carmen Fernández Rey. Se recogen en una primorosa plaquette de la colección Cuadernos El Mirador (de Úbeda) bajo el título Abrir ventanas. La tirada es de 34 ejemplares y el cuidado de la edición ha estado en manos de Francisco Sánchez Bellón. Se anuncian nuevas entregas de Julio Martínez Mesanza y de José Mateos. En la segunda serie (de la que ésta forma parte) encontramos nombres fundamentales del panorama, como el de Fernando Sanmartín, autor de Archivo fotográfico, que ya comentamos aquí
A la fuerza tenía que llamarme la atención un libro titulado Lugares. Se trata de una antología de veintitrés poemas de Concha García que publica El Toro Celeste en su colección Cuadernos Romero. El libro es muy bonito. Los versos remiten a lo anunciado: lugares. Sitios como Olessa de Monserrat (García ha vivido la mayor parte de su vida en Cataluña), Villaharta o Córdoba (es natural de La Rambla, lo que no deja de ser curioso para alguien que luego residió en Barcelona), pero también una estación, un tren, una carretera, un restaurante, una habitación de hotel y otra de hospital, (y su correspondiente aparcamiento), una ventana, un cine, una procesión, un camino flanqueado de eucaliptos, el comedor de un monasterio o un libro de poemas. Lugares que remiten al amor ("que es todo tacto"), al viaje ("Todo era mirar y sorprenderse"), a la memoria familiar ("Mi padre en la estación"), a la vida ("una cosa rara"), al atardecer ("Lo azul es todo")... Uno confirma con esta lectura lo que ya sabía: que esta poesía, concentrada y exacta, es ante todo verdadera y su autora una de las mejores de su generación, que también es, por cierto, la de uno.
Qué oportuna, en fin, la salida a escena de El esmero (Castilla Ediciones), una antología poética de Tomás Sánchez Santiago que prologa Ana Isabel Martín Ferreira Lo digo, sí, por la sorpresiva concesión del Premio Nacional de la Crítica a su libro El que menos sabe (Eolas) y digo "sorpresiva" porque ya sabemos cómo funciona ese azaroso negociado. Esta vez... Los merecimientos quedan patentes en esta muestra sobre la que he escrito una reseña que aparecerá pronto en El Cultural.

21.5.25

Muestra de la Real Sociedad Fotográfica


Hasta el día 27, el martes de la semana que viene, se puede visitar en la Sala Hebraica del Centro Cultural las Claras de Plasencia la exposición "Un poema y tu mirada", organizada por la Real Sociedad Fotográfica, una acreditada institución con 126 años de vida. 
La muestra reúne las fotografías premiadas en los Concursos Sociales que se celebraron entre 2021 y 2025. En ellos hay dos modalidades, blanco y negro y color, y los participantes, para realizar sus fotografías, se inspiran en versos de distintos poetas. Cada año, uno distinto. 
La inauguración, que tuvo lugar el día 10, corrió a cargo de la presidenta, Angélica Suela de la Llave, que estuvo acompañada de la concejala de Cultura del Ayuntamiento, Marisa Bermejo, que hizo uso de la palabra. También intervino Magdalena Tirado (que reflexionó sobre la fotografía con hondura) y Mariano Gómez Isern, vocal de Comunicación de la RSF, que leyó un inspirado texto de Tomás Sánchez Santiago (éste disculpó su asistencia) que se publicará en el catálogo de la siguiente muestra. Precisamente el que escribí para semejante ocasión en el correspondiente al concurso 2022-2023 fue el que leí en ese acto. Antes, versos de Magdalena, Tomás y un servidor sirvieron para animar a los fotógrafos a tirar sus instantáneas. 
Como se puede apreciar, no faltó público. De fuera, en su inmensa mayoría. A pesar de que, como resaltó Bermejo, puede que ésta sea una de las mejores exhibiciones de fotografía que acoge ese espacio artístico (donde ya estuvo Extremamour), echó uno de menos a tantos hombre y mujeres placentinos cultos como pululan por esta ciudad, tan preocupados ellos por el arte y los museos, pero a los que nunca o casi nunca vi ni en éste ni en ningún otro evento (dirían ellos) de naturaleza semejante. Raro, ¿verdad?






20.5.25

Presentación


Mañana a las seis de la tarde (miedo me da con estos calores que anuncian), presentamos en la Feria del Libro de Plasencia Lecturas a poniente. Poesía en Extremadura 2005-2024, un libro refrescante, eso sí, que celebra la excelente salud de la lírica escrita por extremeños o por poetas vinculados a esta región en lo que va de siglo.  
Conversaré sobre ello con Antonio Girol, director de la Editora Regional (donde se ha publicado), y con Dionisio López, crítico y escritor, el que fuera profesor del placentino IES Monfragüe. También nos acompañará el alcalde Pizarro, pues se trata del acto inaugural de la Feria. 
Por cierto, inmediatamente después se presentará allí mismo la antología Los últimos del Oeste. Poetas extremeños del siglo XXI, de la que es editor López. Este año la poesía centra este encuentro de libreros, autores y lectores. Me alegro, bien lo merece la pobre.
No nos dejen solos bajo la carpa y, por favor, no olviden sus abanicos.

19.5.25

Lecturas a lo breve (prosa)


Ahí seguimos, libro va y libro viene, más después de comprobar lo que ayudan en caso de pandemia o apagón; entidades incomparables, bien lo sé, aunque ambas propicias al buen leer. De entre los últimos destaco unos cuantos. Sin otro afán que no sea el dar noticia de ellos (por si el lector no la tuviera de antemano) y ponderar su valor. Sin entrar tampoco en detalles. 
De narrativa leo lo justo (mal hecho), pero algo leo. Empiezo por los cuentos de Hombre caído, de Fernando Aramburu (Tusquets Editores). Del particular sentido del humor de vasco afincado en Alemania ya sabíamos, pero aquí, o eso creo, se acrecienta hasta el punto de rozar no pocas veces los límites del absurdo. Y lo hace con su habitual maestría, matizo. Con una libertad de movimientos que en sus novelas tal vez no ejercite tanto. No me cabe duda de que sorprenderá a más de uno, por muy seguidor de su obra que sea. 
También en Tusquets, ya que estamos, Hotel Roma, de Pierre Adrian, en torno a la vida y la obra del poeta y narrador Cesare Pavese. El libro mezcla con habilidad la biografía, el ensayo, y el diario, pero es antes que nada una novela. Bien urdida. He disfrutado mucho con ella y eso que la vida del autor de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos no fue sencilla. Y su personalidad, muy compleja. Vamos, lo ideal para un personaje novelesco.
Por seguir, aunque en este caso se trate de prosa autobiográfica, celebro (con permiso de su autor, tan reticente, nos cuenta, a los elogios) la nueva entrega memorialística del poeta Antonio Moreno: El viaje de las bibliotecas (Newcastle Ediciones). La serie continúa, y me alegro. Esta el la quinta entrega (todas en el mismo sello) de las dedicadas a dar cuenta, digamos, de su vida. Por su asunto central, la visita a bibliotecas de distintas localidades de su entorno levantino (y a los pueblos y ciudades que las albergan), y por su deliberado tono provinciano, que da al libro su verdadera categoría universal, el libro me ha encantado. Del bien hilado conjunto, sólo un comentario acerca de la recepción y el envío de libros entre amigos y poetas logró desazonarme. Sincero que es él y sensible que es uno. En todo caso, el libro demuestra una vez más que detrás del poeta cesante (o eso dice) había un prosista de fuste. Me recuerda, salvando todas las distancias, el camino emprendido hace años por Vicente Valero. En una editorial de mayor proyección (y no pongo en duda la solvencia de Newcastle, al contrario), tal vez Moreno ya estaría en boca de todos. 
Hablando de autobiografía, bien está mencionar, en una de sus ramas, sección "correspondencia", la que cruzaron entre 1981 y 1987 el poeta barcelonés Jaime Gil de Biedma y el profesor y poeta también Richard Sanger, ciudadano del mundo. Lo publica la Universidad de Almería en su colección Librería del desierto en una impecable edición de Miguel Gallego Roca. Quienes admiren al autor de Moralidades podrán deleitarse con sus confidencias y ahondar aún más en algunos aspectos de su obra, en especial cuanto tiene que ver con su predilección por la lírica anglosajona. Los prólogos, de Álvaro Salvador y del propio editor, acrecientan el interés de este rescate un tanto a trasmano.
Para los que no conocemos Madrid como es debido (si es que una ciudad, más si es grande, termina alguna vez de conocerse), resultan muy atractivos libros como Paseos singulares por Madrid. Centro y aledaños (Arzalia Ediciones), de Concha D'Olhaberriague. Disfruté con el Madrid de Trapiello y también con éste, aunque nada tengan que ver entre sí más allá del hecho que que los dos tienen a la capital del Reino de España como protagonista. D'Olhaberriague, madrileña, crítica literaria, estudiosa de Ortega (y orteguiana confesa, autora de un libro sobre su pensamiento lingüístico), Unamuno, Landero e Hidalgo Bayal, columnista y especialista en arte religioso, editora del citado Unamuno y de Miró, organizadora de la tertulia ramoniana y de actos conmemorativos en torno a las figuras de Larra y Ramón Gómez de la Serna, sabe caminar por sus calles y de eso dan fe esos paseos literarios, artísticos y gastronómicos que organiza por por los barrios históricos de Madrid: Maravillas, Letras… 
Cité hace un momento a Bayal (ella coordinó el dossier que dedicó al escritor extremeño la revista Turia) y él es el encargado de prologar la obra, lo que añade, bien lo sabemos sus lectores, un plus a un libro ya de por sí interesante. En él aclara que "no es una guía turística" y que su utilidad irá en aumento "según que los lectores sean paseantes provisionales, forasteros  recurrentes o matritenses de pro". Por lo demás, para la autora, culta y sensible, Madrid "es un libro inmenso, un teatro animado" que no se cansa de recorrer y que no deja de sorprenderle. Otro Madrid será el de uno tras leer este libro, en rigor, interminable, como cualquier ciudad.
En Palabras (Editora Regional de Extremadura), Simón Viola recuerda. Su infancia rural y su juventud soldadesca, pero también su profesión docente y algunos viajes, como el que hizo un verano a París. Como ocurre con todo lo relativo a la memoria, estamos ante un viaje sobre todo interior. Al filo de esa delicada frontera que separa lo sustancial de lo anecdótico. 
Hablando de viajes, en la Editora puede encontrar el aficionado a ellos un librito delicioso (que aparece en la preciosa colección Viajeros y Estables: Seis días por la tierra sin pan, de Pablo García Bengoechea. Se trata del diario de un recorrido a pie por la comarca de Las Hurdes. Y ahí, lo que ve, lo que habla (consigo mismo y con otros que encuentra por el camino), lo que piensa... Recuerdos e historia al margen. Con qué poco puede un autor componer una obra digna de ser leída y qué interminable sigue resultando, en todos los aspectos, ese apartado, maldito rincón de España que aspira a ser declarado Paisaje Cultural por la Unesco. 
De la prosa y de la poesía bebe este libro raro que me traje de la librería Víctor Jara de Salamanca el pasado mes de septiembre (aunque esté impreso en 2018) y que esperaba, ay, su momento. Cuánto lo he disfrutado. Me refiero a Cuaderno rayado. Cuaderno de disfrace (Biografía de la tinta), como lo tituló y subtituló el gran Aníbal Núñez. Lo salva de su archivo y del olvido Vicente Vives, que tanto sabe de la poesía del salmantino; quien se ocupó, entre otros empeños, de la antología de su obra publicada hace años por Cátedra en la canónica Letras Hispánicas. Aparece en las Ediciones de la Diputación de Salamanca.
El libro reúne textos en prosa (18) y poemas (8). Inéditos en su inmensa mayoría. De entre los primeros hay dos, para mi gusto, que sobresalen: "Ovidio, un bloc y el árbol" y "Hoy me permito el lujo", pero todos tienen interés. En especial para los incondicionales del autor de Alzado de la ruina, entre los que me cuento desde que empecé a escribir. También he disfrutado con los poemas, alguno ya incluido en su poesía completa. Vives, además de firmar un esclarecedor prólogo, añade un no menos ilustrativo comentario a cada prosa. 
Mientras escribo esta entrada, leo con creciente interés Las naves quemadas (Antología de prosas de no ficción 1985-2024), del solitario Miguel Sánchez-Ostiz. Publica el grueso volumen La Isla de Siltolá en edición del entusiasta Alfredo Rodríguez. Un pozo sin fondo. Ahí leo: "El compartir las lecturas es uno de los mayores gozos de los descubrimientos que van aparejados a esa actividad privada, silenciosa, quieta, emocionante que es la lectura". No me parece un mal final para esta nota.
 
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